La cotización actual de los loqueros.Las grandes compañías farmacéuticas y la compra de la Psiquiatría

E. Fuller Torrey

Copyright © 2002 by The American Prospect, Inc. Preferred Citation: E. Fuller Torrey, "The Going Rate on Shrinks," The American Prospect vol. 13 no. 13, July 15, 2002


 

El pasado verano conocí los chiringuitos farmacéuticos. Fue en Berlín, a donde había asistí con otras 4000 personas al VII Congreso Mundial de Psiquiatría Biológica. Hasta hace una década más o menos, en estos eventos las compañías farmacéuticas regalaban bolis o blocks con su logotipo, y la mayor parte de los conferenciantes presentaban datos y opiniones basadas verdaderamente en sus creencias científicas.

 

Todo cambió cuando aterrizaron las grandes compañías.  En el congreso conté hasta 15 grandes expositores en el camino hacia el comedor.  Entre ellos, un jardín artificial (Janssen-Cilag), un arroyo que corría sobre un lecho de piedra (Lundbeck) y una torre giratoria de más de 12 metros de altura (Novartis). Casi todos regalaban comida, camisetas y otros incentivos diseñados para hacer detenerse a los psiquiatras de modo que un ejército de representantes les soltaran su rollo promocional.

 

En el stand de Eli Lilly se podía pasar por dos grandes túneles montados en plan atracción.  En uno de los túneles, denominado “Zyprexa”, había una habitación con espejos de cuyo techo pendían docenas de teléfonos. ¿Quería así Lilly convencerme de que Dios me llamaba para recomendarme recetar Zyprexa?  El representante me aclaró que no, que los teléfonos intentaban ilustrar los problemas de comunicación habituales en la esquizofrenia, que según Lilly mejoran con Zyprexa.  En el otro túnel, llamado “Prozac” destacaba una criatura parecida a un ratón, de más de tres metros de altura, frente a una pantalla de televisión sin ninguna imagen.  Pregunté si era que Lilly recomendaba Prozac a los ratones, pero el representante me dijo que no, que en realidad la criatura era un depresivo que necesitaba Prozac.

 

El que más me gustó fue el que montó la firma holandesa Organon para anunciar Remeron, un antidepresivo. Representaba una pequeña tienda multicolor con puertas doradas y la cabeza de un genio.  En su interior, una joven vestida de rojo con jaspeados en el pelo sacaba fotos con una polaroid, uno por uno, a psiquiatras que llevaban esperando pacientemente, en fila, durante 20 minutos o más.  No era una foto normal, sino más bien una instantánea de tu aura, tomada, como señalaba el folleto de Organon, “con un avanzado equipo de biofeedback”.  El equipo consistía en dos pequeñas máquinas, sobre las que coloqué mis manos.  El resultado fue una foto de mi cabeza asomándose a través de una nube roja, naranja y amarilla.

 

Según el folleto, “los colores del aura informan sobre su apariencia, carácter, capacidades y energía futura”.  Después de hacerme la foto, la chica de rojo me condujo hasta otra joven vestida de amarillo y con más jaspeados todavía en el pelo. “Hola, soy Ambar”, dijo, e interpretó la foro de mi aura, que según dijo, indicaba inteligencia y buen juicio, aunque con toques de escepticismo.

 

Pregunté en privado a los representantes de Organon si creían que era una buena idea asociar a su producto con auras, magia, ideología New Age y anti-ciencia.  Me respondieron que la decisión se había tomado “en las alturas”, pero también me señalaron que la cola era el lugar ideal para entablar conversaciones breves y amistosas con los psiquiatras acerca de las virtudes del Remeron.

 

Después de todo, todo esto es un gran negocio.  Los antidepresivos y los antipsicóticos figuran entre los fármacos más vendidos en Norteamérica.  El pasado año, Prozac y Zyprexa representaron casi la mitad de las ventas totales de Eli Lilly.   Las ventas de los antipsicóticos se han cuadruplicado en los últimos cuatro años hasta superar los 4.000 millones de dólares.  Estos fármacos son una de las principales razones por las que la rentabilidad de los 11 laboratorios recogidos en Fortune 5000 “fuera casi cuatro veces superior” que la media de todas las compañías de Fortune 500 a lo largo de la década de los 90, según un informe del Public Citizen Health Research Group.

 

Puesto que los medicamentos con receta no pueden venderse directamente a los consumidores, no es de extrañar, por lo tanto, que los psiquiatras se hayan convertido en uno de los principales blancos promocionales de los laboratorios.  Se calcula que en los EEUU los laboratorios gastan en marketing entre 8.000 y 13.000 dólares por médico y año.

 

En las reuniones profesionales, por supuesto, hay que ofrecer a los psiquiatras asistentes algo más que la oportunidad de contemplar su aura.  El congreso de Berlín ofrecía 136 simposiums, además de talleres y conferencias.  De ellos, 23 estaban explícitamente esponsorizados por laboratorios; todos ellos versaban sobre psicofármacos.   Otras charlas esponsorizadas por laboratorios no desvelaban al patrocinador.

 

En cada uno de estos actos intervenían entre dos y cuatro expertos psiquiatras, a los que el laboratorio patrocinador pagaba billetes de avión de primera clase, hotel de cuatro estrellas y unos honorarios habitualmente entre 2.000 y 3.000 dólares.  Si era el experto quien organizaba el simposium, los honorarios podían ascender hasta los 5.000 dólares, y aún más si el experto presentaba resultados muy  favorables al producto de la compañía (o si al menos presentaba datos desfavorables en un tono muy favorable).  Un afamado psiquiatra norteamericano recibió el año pasado 10.000 dólares por dar una sola charla en Europa.

 

Los simposiums y los talleres sobre temas que no se relacionaban directamente con fármacos contaban con muy escaso o nulo apoyo por parte de los laboratorios.  En uno de estos simposiums, al que acudieron muy pocos asistentes, el ponente dijo sentir que su intervención era “el acto legítimo en un show burlesco, y si nos han puesto en el programa ha sido sólo para que no venga la bofia”.

 

Los honorarios y las invitaciones futuras dependen directamente de cómo presenten los resultados los ponentes.  Por ejemplo, remarcar los efectos secundarios de un producto puede costarle al ponente que no le vuelvan a llamar para futuros congresos.   Algunos de los ponentes esponsorizados por laboratorios forman parte del departamento de ponentes de la firma; muchos de ellos son accionistas y tienen por lo tanto un interés directo en que los productos de la compañía se vendan bien.

 

En último término, el blanco de toda esta extravaganza farmacéutica son los psiquiatras clínicos, que constituyen la inmensa mayoría de los asistentes a los congresos.  Aunque los organizadores nunca darán números, reconocen que los laboratorios pagan el congreso a más de la mitad de los asistentes.  La esponsorización incluye habitualmente vuelo en clase turista, hotel e inscripción, así como recepciones y fiestas especiales, alguna de ellas con bailarinas, literalmente.

 

En muchos países, los laboratorios pueden usar ahora bases de datos farmacéuticas (en las que se omite el nombre de los pacientes) para conocer las recetas que un determinado médico extiende de un determinado producto.  Así, Eli Lilly pudo esponsorizar el viaje a Berlín del dr Smith, de Detroit o Manchester, y monitorizar su patrón de prescripción a su regreso del congreso.  Si las recetas de Prozac o Zyprexa no aumentan suficientemente, un representante de la compañía puede recordarle lo bien que le trataron en Berlín.  Y además, ¿no le gustaría ir a Copenhague el próximo verano?

 

Existen claras pruebas de que la asistencia a conferencias como la de Berlín influye en las prescripciones de los médicos.  En un estudio estadounidense, un laboratorio invitó a 10 médicos a asistir a congresos “con todos los gastos pagados” en “playas famosas”.  El laboratorio monitorizó las recetas de los dos productos firmadas por los asistentes 22 meses antes y 17 después de los simposios.   Aunque los médicos habían anticipados que asistir a estos eventos no iba a influir en su patrón de prescripción, en realidad recetaron más los dos productos (un 87% de incremento en uno y un 272% en el otro).  Otros estudios han demostrado que asistir a cursos organizados por laboratorios influye en el patrón de prescripción, aunque los médicos lo nieguen.  De hecho, si no fuera así, ¿por qué iban a esponsorizar los laboratorios estas actividades?

 

¿Tiene todo esto alguna importancia?  Sí, la tiene, por dos razones.  En primer lugar, la atención a los enfermos es peor si los médicos están manipulados.  A los psiquiatras que quieren tener una idea apropiada de los medicamentos para la esquizofrenia no se les informa que ese ponente que minimiza los efectos secundarios de la Zyprexa recibe de Eli Lilly una paga de 10.000 $ y tiene además acciones de la compañía.  Tampoco saben que el ponente que asegura que Remeron mejora más rápidamente la depresión en pacientes con ideas de suicidio recibe 75.000 $ anuales de Organon por apoyar al laboratorio.

 

En segundo lugar, toda la parafernalia de los congresos aumenta el coste de los fármacos.  El salario de las intérpretes de auras o de las bailarinas simplemente se pasa a los pacientes.  El congreso de Berlín costó a los laboratorios 10 millones de dólares.   Según un informe reciente, en el año 2000 la inversión en marketing y costes administrativos de los 11 laboratorios de Fortune 500 fue casi el triple que la realizada en investigación y desarrollo (30 y 12 %, respectivamente, sobre beneficios).

 

Está claro que hay que esto tiene que cambiar.  La reforma debería comenzar en la universidad.  Como se resumía en el New England Journal of Medicine, “en la formación académica del médico debería evitarse que el estudiante adquiera la sensación de que tiene derecho a beneficiarse de la generosidad de los laboratorios”.  Habría que prohibir que los laboratorios hicieran reglaos a los estudiantes de Medicina.  Actos como las invitaciones a raciones de pizza, frecuentes en las facultades eeuuenses, pueden parecer triviales, pero establecen un patrón que permite aceptar en el futuro un viaje a Berlín.  La formación continuada que reciben los psiquiatras clínicos debería basarse en fuentes objetivas, y no en las conversaciones con visitadores o en charlas esponsorizadas por laboratorios.   En Vermont se ha dado un primer paso mediante una ley que exige que se den a conocer todos los regalos que los laboratorios hagan a los médicos por valor de más de 25 $.  El código ético de la profesión debería prohibir que los expertos que participan en ensayos clínicos o dan charlas en simposiums tengan acciones de laboratorios.  Por desgracia, la mayor parte de las organizaciones profesionales, como la American Psychiatric Association, están tan en deuda con los laboratorios que es poco probable que puedan liderar la reforma.

 

En cuanto a los conferenciantes y ponentes como los del congreso de Berlín, la solución es sencilla.  Habría que colocar en un lugar prominente, junto al estrado del conferenciante, un cartel que diga “El dr Smith ha recibido de Eli Lilly and Company por esta charla 3.500 $, billete de avión en primera clase y habitación en hotel de cuatro estrellas”.


©Txori-Herri Medical Association, 1997-2002

HOME