Sala de Lectura

La era de la psicofarmacología:

Algunas notas para una futura historia

David T Healy

RESUMEN: Se revisan las influencias económicas y culturales sobre la era psicofarmacológica en un intento de centrar la atención en lo que ha venido sucediendo en la Psicofarmacología a lo largo de los últimos 30 años. Se propone que la creencia en que los avances clínicos se realizan gracias a los logros de científicos desinteresados es una concepción simplista que puede impedir que se hagan descubrimientos significativos en el futuro. Se afirma también que estos descubrimientos siguen siendo aún hoy día hallazgos casuales y afortunados, a pesar de la creencia generalizada en que la Psicofarmacología se ha convertido ya en una ciencia racional.

INTRODUCCION

Cuando se empieza a escribir la historia de una rama de la Ciencia, como sucede con cualquier otra historia, se tiende a centrarse en la cronología de quién descubrió qué y cuándo, y en los recuerdos de los eminentes descubridores. Esto mismo sucede con la Psicofarmacología (PSF) en la actualidad, tal y como ejemplifican las recientes obras sobre "Descubrimientos en PSF" (Parnham y Bruinvels 1983) o "Descubrimientos en Psiquiatría Biológica" (Ayd y Blackwell 1970). Su importancia es indudable, en especial para las generaciones más recientes de profesionales que se van incorporando a este campo, pero estos relatos "heroicos" relegan implícitamente a un papel muy secundario y de mínima importancia a otras influencias, como las de los factores económicos o culturales. En cierto modo esto no es sorprendente, ya que los historiadores de la Medicina por lo general se las han arreglado para ignorar la historia del negocio de los fármacos, aparentemente por considerar que es irrelevante para la ciencia médica, a pesar de que la producción y utilización de los fármacos constituya la base de la práctica médica con cada vez más claramente desde el siglo XVII (Liebenau 1987, Porter y Porter, 1989). Este olvido parece particularmente desafortunado en el caso de la PSF, que es una ciencia que se autodefine en términos de utilización de fármacos y algunos de cuyos más eminentes profesionales trabajan para o en una asociación muy íntima con compañías farmacéuticas. Este artículo intenta proponer algunas bases para una futura Historia que seguramente no se limitará a situar el motor del avance de la PSF exclusivamente en las intuiciones y genialidades de los científicos.

 

CIENCIA, NEGOCIO Y DESARROLLO DE FARMACOS

Una de las principales consecuencias de la introducción de los Antidepresivos (AD) y los Neurolépticos (NL) fue el desarrollo de la hipótesis monoaminérgica de la depresión y de la hipótesis dopaminérgica de la esquizofrenia. Sin embargo, estas hipótesis, lejos de constituir un avance sin ambigüedades hacia la comprensión científica de la enfermedad mental, y las hipótesis monoaminérgicas en particular, tal y como he mantenido en otra publicación (Healy 1987a) eran particularmente simplistas, daban cuenta de la menor parte de los datos clínicos y eran tan acientíficas como las hipótesis psicodinámicas previas, puesto que al igual que éstas en la práctica eran irrefutables. Sin embargo, contrariamente a las hipótesis previas, permitían la investigación sobre los sustratos neurales de la conducta. Además aportaron la posibilidad de investigar, lo cual ha sido claramente beneficioso tanto para la profundización de nuestro conocimiento acerca de los procesos cerebrales como para la carrera académica y la obtención de fondos para la investigación por parte de los psiquiatras e investigadores en neurociencias contemporáneos. Sin embargo, no está tan claro cuál ha sido el beneficio en términos de nuestro conocimientos sobre los trastornos clínicos.

Desde el comienzo, la investigación y la actividad promocional de las compañías farmacéuticas ha tenido una relación dialéctica con los intereses académicos. Inicialmente, a través del uso clínico de la reserpina y del hallazgo de laboratorio de que depleccionaba los neurotransmisores se llegó al descubrimiento de que los AD bloqueaban los efectos de la reserpina en ratones (véase Sulser y Mishra, 1983). Este bloqueo, y la idea de que los AD deben incrementar de alguna manera las catecolaminas cerebrales se convirtió para los laboratorios de las compañías en el método de establecer si una sustancia tenía capacidad AD. No tengo intención de negar que fuera preciso algún método sencillo para filtrar el gran número de compuestos que se han ido sintetizando, pero lo cierto es que las desventajas de estos criterios sólo se han hecho evidentes con los descubrimientos, fundamentalmente serendípicos del iprindol y la mianserina. Fue entonces cuando quedó claro que el modelo de la reserpina y una adherencia demasiado estricta a las teorías catecolaminérgicas estaba llevando al desarrollo de Tricíclicos (TC) e IMAOs modificados, en lugar de al descubrimiento de agentes nuevos que a su vez podrían haber dado lugar al desarrollo o sustitución de las hipótesis académicas ortodoxas.

A pesar de que el modelo de la reserpina ha quedado en entredicho y las hipótesis sobre receptores han reemplazado a la formulación inicial de la teoría monoaminérgica, la estrategia de las compañías farmacéuticas no ha variado un ápice. En el caso de los fármacos desarrollados en la década pasada podemos sospechar razonablemente que muchos AD potenciales se desecharon porque no cumplían el modelo de la down-regulación de los receptores beta que según la hipótesis de Sulser debería cumplir todo compuesto antidepresivo (Sulser y Mishra, 1983). Igualmente, cabe suponer que hoy día, en que tan de moda está la sensibilización de los receptores 5-HT se estarán desestimando los compuestos sintetizados que no cumplan el modelo de potenciación serotoninérgica propuesto por de Montigny (de Montigny, Chaput y Bler, 1988).

La estrategia de seguir los dictados académicos persiste a pesar de la evidencia de que las modas son justamente eso: modas. Se adoptan y promocionan vigorosamente opiniones, de las que se afirma que dan cuenta de todos los datos experimentales, lo que sí parecen hacer en el momento de su promulgación inicial y durante un periodo posterior que podría llamarse de luna de miel. Es inevitable que esto suceda cuando se dejan de publicar datos que contradicen la hipótesis, simplemente porque no hay ninguna razón para publicarlos. Por ejemplo, si no se hubiera empezado a publicar que existe una correlación entre los niveles de 5-HIAA en LCR y la conducta suicidaria, nadie hubiera publicado trabajos que niegan que tal correlación exista. Es más, los trabajos que demuestran datos contrarios a las hipótesis en boga suelen ser recibidos friamente, cuando no rechazados en un principio, especialmente, por parte de las revistas más prestigiosas.

Sin embargo, esta estrategia, denominada "racional", del desarrollo de fármacos nos está alejando cada vez más de los métodos de la buena observación clínica, que fueron los que nos aportaron los AD originales, imipramina e iproniazida. Tal vez sea porque se piensa que hoy día no existen las condiciones adecuadas para esta investigación pionera/primitiva. Sin embargo, parece que durante años millones de personas en todo el mundo han recibido bloqueantes del calcio que penetraban en su cerebro y suscitaban cambios que no eran percibidos por los clínicos. Aparentemente no se detectó nada hasta el descubrimiento fortuito por Barrows y Childs en 1986 de que el verapamil mejora la diskinesia tardía. El descubrimiento, pues, se retrasó, a pesar de que en medios académicos se conocía desde hacía al menos diez años que los fármacos activos sobre el flujo del calcio alteran la función cerebral (Carlsson - discusión). Y este hecho no se reduce a los bloqueantes del calcio; hay indicios de que los IECA (Whalley, 1989) y la aspirina (ver discusión) han traspasado durante años la barrera hematoencefálica produciendo cambios en el estado mental.

La razón de este descuido podría ser que no se ha invertido en la promoción de la observación clínica del tipo de la que descubrió que los agentes antituberculosos podían tener una acción antidepresiva o que ciertos anestésicos tenían una acción ataráctica. En el resto de este artículo desarrollaremos algunos argumentos que apoyan esta hipótesis.

Ciencia, negocio y comercialización de los fármacos

Uno de los argumentos surge de las estrategias de las compañías farmacéuticas. Un rasgo común de los relatos que nos cuentan cómo un determinado clínico descubrió un fármaco nuevo es que no sólo se destaca cómo se reconoció el valor del compuesto, sino que también y al mismo tiempo se reconoció un trastorno tratable por el fármaco (Kuhn 1990; Sandler 1990). Este acto de hacer visible lo invisible es el acto verdaderamente creativo. Pero hacer visible lo invisible puede describir también acertadamente el proceso de comercialización a medida que practican en la actualidad las compañías farmacéuticas.

Antidepresivos Neurolépticos

En los últimos años Lundbeck ha comercializado con éxito el flupentixol como NL y como AD. Esta estrategia de comercialización se basa en una serie de estudios no controlados realizados en Dinamarca a finales de los años 60 (Sonne, 1966; Reiter, 1969) en los que sujetos deprimidos tratados con flupentixol mostraron una tasa de respuesta similar a la observada con otros AD (es decir, una tasa de respuesta del 60-70%). En estos estudios se resaltaba que la acción antidepresiva del flupentixol tenía lugar a dosis bajas, inferiores a las que se empleaban entonces para el tratamiento de la esquizofrenia.

Posteriores estudios doble ciego de flupentixol frente a placebo (Predescu et al, 1973; Frolund 1974; Ovhed 1976), amitriptilina (Young, Hughes y Ladre 1976) y fenelzina (Razak 1980) apoyaron la acción antidepresiva del producto. En todos los casos el flupentixol fue superior al placebo y cuando menos equivalente a los AD convencionales.

Otro hito que se suele citar cuando se habla del efecto antidepresivo del flupentixol es que cuando se usa en el tratamiento de la esquizofrenia produce menos "depresión" que la flufenazina (Carney & Sheffield, 1975; Johnson & Malik, 1975). Sin embargo, parece que la "depresión" inducida por los NL en la esquizofrenia es más bien la expresión de un efecto secundario de estos fármacos (amotivación, akinesia) y no un verdadero trastorno afectivo endógenos (Bartels y Drake, 1988). Por lo tanto, el menor riesgo de este efecto secundario con el flupentixol no puede considerarse una prueba rigurosa de su acción antidepresiva.

Robertson y Trimble (1982), aun reconociendo que hay suficientes indicios que justifican que se siga investigando acerca de las propiedades "antidepresivas" del flupentixol, señalan varios problemas para poder aceptar que este agente es un AD en el sentido convencional del término. En general, todos los estudios citados se realizaron sobre pacientes con estados mixtos ansioso-depresivos, y no en casos claramente definidos de depresión endógena. En segundo lugar, el efecto del fármaco se observó desde la primera semana de tratamiento. Por ejemplo, en el estudio de Johnson, tanto el flupentixol como el diazepam fueron tan efectivos como la nortriptilina a largo plazo (29 días) y más efectivos a corto plazo... a pesar de lo cual pocos considerarán que el diazepam es un AD. En el estudio de Reiter (1969) el efecto del flupentixol aparecía por lo general en las primeras 24 horas y a juicio de este autor, si no aparecía en la primera semana el tratamiento debía suspenderse, pues a partir de ese momento la respuesta era mínima.

Tamaña rapidez de acción es propia de un NL, no de un AD. Todos los NL producen un estado identificable de indiferencia a las horas de su administración a todo tipo de sujetos, tanto si se tiene una esquizofrenia, como si se tiene una depresión o se es miembro de un grupo control (Kalinowsky & Hoch, 1961; Swazey, 1974; Healy, 1989). El rasgo clínico diana para los NL es la agitación en todo tipo de categorías diagnósticas (Baldessarini, 1980). El hecho de que una vez iniciado el tratamiento los trastornos esquizofrénicos tarden en mejorar algunas semanas ha tendido a difuminar esta acción de inicio rápido de los NL (Healy, 1990a, 1990b).

De la revisión de Roberts y Trimble (1982) surge otro problema. Estos autores examinaron también el potencial antidepresivo de otros NL a partir de notas clínicas. Parece que todos los NL tienen unas propiedades "antidepresivas" similares a las del flupentixol. Al menos, esto resulta convincente para el caso de la tioridazina, la clorpromazina, la perfenazina, el tiotixeno y el sulpiride. Todos ellos iniciarían su acción en la primera semana de tratamiento, y resultarían más eficaces en los estados mixtos ansioso-depresivos. Ya en 1955 se comunicaron hallazgos similares referidos al primer NL: la reserpina (Davies & Shepherd, 1955). (Para un historiador, el olvido en que ha caído este artículo, a pesar de la importancia de sus autores y de que se trataba de un estudio controlado, que contrasta con las numerosas citas de observaciones no controladas de la tendencia de la reserpina a provocar depresión, es de gran interés - véase Healy, 1987).

La investigación básica reciente sobre los receptores dopaminérgicos ofrece una posible explicación para la acción activadora de los NL a dosis bajas. Hay indicios de que los autorreceptores dopaminérgicos son más sensibles que los receptores postsinápticos a los efectos de los agentes bloqueantes de la DA (Leonard, 1984). Por lo tanto, cabe esperar que dosis bajas de un NL a dosis bajas active los sistemas dopaminérgicos al estilo de la L-Dopa, en lugar de inhibir la neurotransmisión. Es de reseñar que se ha comunicado que la L-Dopa tiene un efecto "activador" similar en algunos casos de depresión, aunque parece claro que no se trata de un efecto antidepresivo (Zis & Goodwin, 1982). Aunque todos los NL puedan tener este efecto, algunos de ellos, como la tioridazina y la clorpromazina, tienen también un efecto sedativo en virtud de su acción sobre los receptores a -1. Sin embargo, los efectos activadores del flupentixol no quedan oscurecidos por una acción sedativa colateral.

Otra diferencia entre el flupentixol y los demás NL radica en que su unión a los receptores dopaminérgicos es diferente. La mayor parte de los NL se unen principalmente a los receptores D-2, y los últimos NL se han sintetizado en función de una mayor especificidad en su unión a estos receptores, ya que parece que la eficacia clínica se correlaciona con el grado de unión a los receptores D-2 (Waddington, 1989). Sin embargo, los tioxantenos como el flupentixol se unen también de forma significativa a los receptores D-1 (Waddington y O'Boyle, 1989). Desgraciadamente, sin embargo, los estudios recientes con PET sugieren que a pesar de la capacidad mostrada por el flupentixol para ligarse in vitro a los receptores D-1, su capacidad para hacerlo in vivo es despreciable.

Independiente de que consideremos válidos estos razonamientos neurobiológicos para explicar la acción antidepresiva del flupentixol, está claro que este fármaco se comercializó como AD mucho antes de que existieran argumentos neurobiológicos que lo justificaran. Por lo tanto, habrá que preguntarse si la principal diferencia entre el flupentixol y los demás NL no es más de estrategia comercial que de cualquier otra tipo. Una estrategia comercial que se legitima en que el flupentixol consigue reducir las puntuaciones de la escala de Hamilton de la depresión en un número considerable de sujetos deprimidos.

El aspecto crítico de la cuestión es la importancia concedida a la reducción de las puntuaciones en la escala de Hamilton sin tener en cuenta otros factores. El propio Max Hamilton no consideraba a su escala como un instrumento para la medición de la severidad o los cambios que podrían producirse en un trastorno depresivo (Hamilton 1967). Al contrario, lo diseñó en un principio como un listado de las preguntas y observaciones que deberían hacer los clínicos ante un paciente deprimido. Gran parte de estas preguntas y observaciones se refieren a la ansiedad, por lo que todos los tratamientos que reduzcan la ansiedad provocarán cambios importantes y relativamente rápidos en las puntuaciones globales de la escala de Hamilton. A pesar de ello -o tal vez precisamente por ello- esta escala se ha convertido en el instrumento supremo de los ensayos clínicos de AD, y los resultados supuestamente objetivos aportados por su utilización reciben una mayor consideración que las valoraciones clínicas carentes del apoyo de una escala.

Con la comercialización de la amoxapina en el Reino Unido parece como si estuviéramos reviviendo una variación de la historia del flupentixol. La amoxapina se está comercializando como un AD de comienzo de acción especialmente rápido. Nuevamente, se aporta como prueba que la sustancia redujo rápidamente las puntuaciones de la escala de Hamilton en los ensayos clínicos (McNair, Rizley y Kahn, 1986). Lo que no se nos está promocionando es el riesgo que tiene el fármaco de producir síndrome neuroléptico maligno y akatisia (Cocarro & Siever, 1985). Podría contarse otra historia alternativa según la cual había una vez una compañía farmacéutica que tenía dos moléculas muy parecidas, la loxapina y la amoxapina, y que creyó que sería una buena idea dirigir cada una de ellas a una población de pacientes distinta.

La cuestión de si fármacos como la amoxapina y el flupentixol son AD en el mismo sentido que los AD tipo como la imipramina, amitriptilina y fenelzina tiene gran importancia, y no sólo para los clínicos preocupados por el riesgo de provocar diskinesia tardía. Afecta también a los investigadores básicos, que intentan desarrollar modelos animales de depresión y tratan de elucidar los mecanismos de acción de los AD. Los estudios clínicos más citados y ensayos clínicos aparentemente válidos les pueden dar la impresión de que tienen que producir tests conductuales y respuestas o cambios neurobiológicos sensibles a la influencia de la imipramina y la fenelzina, y del flupentixol y la amoxapina, pero insensibles a la acción del haloperidol o la clorpromazina. Por lo tanto, la indefinición sobre si estos fármacos son o no antidepresivos puede retrasar el progreso en el campo de la PSF.

Inhibición de la Recaptación de 5-HT y Trastorno Obsesivo-Compulsivo

Otra estrategia de comercialización ha contemplado la indicación de los Inhibidores de la Recaptación de 5-HT (IRS) en los Trastornos Obsesivo-Compulsivos (TOC). A principios de la década de los 60, en un intento por conseguir una mayor potencia antidepresiva, se cloró la molécula de imipramina. El producto resultante parecía tener actividad antidepresiva (Brandner 1964; Symes, 1967) pero no una potencia superior a la de la imipramina (Symes, 1967). Así, la Ciba-Geigy se encontró con que tenía tres AD: Imipramina, amitriptilina y clomipramina. Puesto que los tres productos tenían una acción clínica similar y a la vista de que el perfil de efectos secundarios de la clomipramina era mucho menos favorable, la FDA no lo aprobó para su uso en los EEUU.

Poco después comenzaron a aparecer artículos en los que se sugería que la clomipramina tenía un efecto beneficioso en el TOC (Córdoba y López Ibor, 1967; Guyotat, Favre-Tissot y Marie-Gardina, 1968) y que llevaron a que se realizaran varios estudios abiertos sobre la clomipramina en los estados de ansiedad (Capstick 1971, 1973; Rack 1973; Marshall & Micev, 1973; Walter, 1973, Waxman, 1973). Los resultados de estos estudios, realizados en centros diferentes, parecían apoyar la idea de que la clomipramina es útil en estados obsesivos. También sugerían que la clomipramina era útil en estados obsesivos que no aparentaban ser secundarios a depresiones: en otras palabras, que el fármaco parecía tener un efecto antiobsesivo primario. Habría que señalar, sin embargo, que varios de estos estudios indicaron también que la clomipramina parecía incluso más útil en los estados fóbicos que en los obsesivos (Marshall & Micev, 1973). Hay que decir también que ninguno de estos estudios se controló frente a otra medicación y que todos ellos se habían realizado sobre un número de pacientes muy reducido. Pese a ello, para 1975 Ciba-Geigy ya estaba promocionando activamente la clomipramina para el TOC.

Sin embargo, en un estudio posterior de clomipramina y terapia de exposición controlado con placebo, Marks et al (1980) concluían que la clomipramina parecía actuar más como un agente AD que como antiobsesivo. En pacientes con depresión mínima estos autores encontraron que la clomipramina carecía de un valor apreciable, mientras que la terapia de exposición afectaba específicamente a los rituales sin efectos apreciables sobre el estado de ánimo. En 1988 Marks et al replicaron su estudio de 1980, concluyendo que la clomipramina tenía un papel coadyuvante limitado en el tratamiento del TOC. En su revisión de la literatura concluían que no hay pruebas de que la clomipramina sea superior a otros TC en el tratamiento del TOC, y atribuían la supuesta especificidad de la clomipramina en el TOC al hecho de que ha sido el fármaco más estudiado en estos trastornos, sin que se le haya comparado con otros AD.

Estas conclusiones dieron lugar a una réplica de Katz et al (1988), de Ciba-Geigy, que sostenían que podría demostrarse que la clomipramina tenía efectos sobre el TOC, incluso en el estudio de Marks et al (1988). Marks y Basoglu (1989) respondieron a este argumento que la demostración de un efecto que alcanza significación estadística aporta muy poca información y que de hecho puede carecer de beneficio clínico para los pacientes, afirmando también que era preciso un abordaje y unos estudios más discriminativos para valorar los efectos a largo plazo de la medicación psicotrópica.

¿Ha sido la historia del TOC un asunto de comercialización serendípica más que una aportación diferente acerca de la patofisiología del TOC? En favor de la primera propuesta puede decirse que Ciba-Geigy ya tenía dos AD en el mercado y le hubiera resultado difícil comercializar un producto nuevo que era "más de lo mismo". Otro argumento que apunta en esta dirección es que la clomipramina parece ser un agente ansiolítico en general más que específicamente anticompulsivo (Marshall & Micev, 1973; Marks & O'Sullivan, 1988) y el dato de que siguen sin aportarse pruebas concluyentes sobre la acción específica de los IRS en el TOC. A pesar de ello, la clomipramina se presenta como un fármaco indicado específicamente para el TOC, al igual que la fluvoxamina, un Inhibidor Selectivo de la Recaptación de 5-HT (ISRS) recientemente introducido. El caso de la fluvoxamina es particularmente interesante, ya que en el momento de su comercialización no se contaba con ninguna prueba de que tuviera una acción específica sobre el TOC. Parece, por lo tanto, que este fármaco se benefició de la aparente consolidación de la idea de que los IRS tienen algo que ver con los TOC que no se da en otros fármacos.

En contra de la suposición de que toda la historia tiene una fundamentación comercial puede apuntarse que los ISRS recientemente desarrollados tienen un efecto beneficioso (aunque insuficientemente caracterizado) en el TOC (Goodman et al, 1989). Por otra parte, Zohar et al (1989) han aportado evidencias de que agonistas serotoninérgicos como la trazodona y su metabolito MCPP pueden de alguna manera empeorar los síntomas del TOC.

Arvid Carlsson y otros autores (Carlsson, 1982) intuyeron que podrían existir diferencias importantes desde el punto de vista fenomenológico entre los TC con estructura de aminas terciarias, como la imipramina, amitriptilina y clomipramina y sus derivados desaminados desimipramina y nortriptilina. Más allá de la conclusión simplista de que la acción antidepresiva radica en los derivados desaminados, Carlsson y otros autores tenían la impresión de que los compuestos originales hacían alguna otra cosa que podría ser importante. La diferencia bioquímica parece consistir en que los TC originales son capaces de inhibir la recaptación de 5-HT, algo que sus derivados desaminados no logran hacer (Carlsson, 1982). Sobre la base de esta intuición de base fenomenológica, se comenzó a trabajar en la síntesis de fármacos ISRS, al parecer con cierto éxito. Esta diferencia fenomenológica podría tener su importancia en el caso del TOC, puesto que hay indicios de que la imipramina podría ser útil en el TOC (Cottraux, 1988), mientras que no puede decirse lo mismo de la desimipramina (Marks & O'Sullivan, 1988).

Hay otro elemento de evidencia fenomenológica que merecería la pena aprovechar. En el marco de las investigaciones recientes parece haberse olvidado que el ímpetu inicial del uso de la clomipramina en el TOC surgía de que los pacientes informaban de un efecto beneficioso: una sensación de que los rituales y las obsesiones se hacían menos forzosas (Córdoba & López-Ibor, 1967). No se ha trabajado sobre este aspecto desde entonces, a pesar de que está cada vez más claro que probablemente no sea posible realizar un ensayo clínico "ciego" de los IRS en el TOC, ya que sus efectos secundarios son muy claros y les traicionan (Marks et al, 1988). ¿Tienen efectos fenomenológicos comparables la clomipramina, los AD más antiguos y los más recientes IRS? ¿Existe alguna afinidad entre los efectos inducidos por la clomipramina en el TOC y los efectos atarácticos (inducción de indiferencia psicológica -ver Healy, 1989) suscitada por los NL?

A este respecto tal vez sea importante el dato de que tanto los NL como la clomipramina producen un aumento de la prolactina plasmática, mientras que los ISRS por lo general no tienen esta acción (Tuomisto y Mannisto, 1985). En este sentido resulta también de interés el hecho de que no se han realizado estudios controlados sobre el uso de NL en el TOC (Marks & O'Sullivan, 1988) a pesar de que impresiones clínicas que se remontan a 1954 hablaban de la acción beneficiosa de los NL en el TOC (Kline, 1954). Estos aspectos fenomenológicos parecen haber quedado sepultados por la avalancha de escalas y subescalas, que hacen difícil que alguien desde fuera pueda percibir si el tratamiento en cuestión tiene algún efecto en realidad para los pacientes. En la parte final de este artículo se profundizará en las razones del olvido de los aspectos fenomenológicos en PSF.

Los IMAOs y la Depresión Atípica

La introducción de la amitriptilina en 1961 y el descubrimiento del efecto queso asociado a los IMAOs (Blackwell, 1970) supuso un problema para las compañías que comercializaban IMAOs que se hizo particularmente difícil tras el estudio MCR de 1964 comparando imipramina, fenelzina, TEC y placebo en el que la fenelzina no resultó superior al placebo.

Tanto los clínicos como las compañías farmacéuticas tenían dos posibles respuestas para esta situación. Una era rechazar los resultados del estudio MCR; los resultados de investigaciones posteriores sugieren que esta posibilidad hubiera sido la más adecuada (Pare, 1985). La otra posibilidad era aceptar los resultados, pero con la reserva de que puesto que se sabía que estos fármacos eran útiles desde el punto de vista clínico, deberían ser efectivos para otra cosa que no fuera una depresión propiamente dicha. Fue fácil echar mano al concepto de depresión atípica, esbozado por primera vez por West y Dally (1959).

En los 15 años siguientes se comercializaron los IMAOs para depresiones atípicas de todas la especies, ya fueran las depresiones de patrón funcional inverso de Pollitt y Young (1971), o las conceptualmente más amplias depresiones no endógenas, o los trastornos de ansiedad y fóbicos no complicados por dificultades de la personalidad (Kelly et al, 1979; ver también Paykel et al, 1983), o los pacientes con disforia histeroide (Liebowitz & Klein, 1979). Es interesante considerar que parece haberse dado todo un bandazo en las dos últimas décadas, desde la indicación de los IMAOs en pacientes fóbicos con buena personalidad premórbida hasta el punto opuesto del espectro, con la reciente afirmación de su utilidad en el trastorno borderline de la personalidad (Cowdry & Gardner, 1988).

Asimismo, a finales de los 60 y principios de los 70 se desarrolló la impresión de que los AD TC eran útiles tan sólo en la forma endogeneomorfa de la enfermedad, y los IMAOs eran útiles tan sólo en las formas no endogeneomorfas de la depresión. Sin embargo, existen en la actualidad nueve ensayos controlados con dosis de 60-90 mg/d de fenelzina o una dosis equivalente de otros IMAOs, que sugieren que los IMAOs son tan efectivos como los TC en las formas endogeneomorfas de la depresión (Pare, 1985). A la inversa, y aunque tal como ha señalado Roland Kuhn no hay duda de que los TC son más claramente eficaces en las formas endogeneomorfas de la depresión (Kuhn, 1970), cada vez resulta más clara su efectividad en estados depresivos con ansiedad intensa (Paykel, 1989). Además existe el dato de que tanto los TC como los IMAOs se unen al menos débilmente a una amplia gama de receptores aminérgicos (Healy, 1987b), por lo que no sería de extrañar que numerosos AD tengan una acción ansiolítica independiente.

Por lo tanto, a pesar de que los IMAOs y los TC difieren al menos en que algunos pacientes responden mejor a los unos que a los otros (Pare, 1985) y que el efecto psicoestimulante transitorio parece específico de los IMAOs, no parece que haya una diferencia sustancial entre ambos grupos de fármacos, más allá de sus respectivos pasados y las impresiones que se han creado acerca de cómo funcionan. Puesto no ha podido establecerse que ninguna de las diferentes formas de trastornos afectivos atípicos constituyan entidades psicopatológicas discretas que respondan a tratamientos específicos (Paykel et al, 1983) y puesto que no hay una diferencia sustancial desde el punto de vista bioquímico entre los IMAOs y los TC, habrá que preguntarse de dónde ha surgido la idea de las diferentes indicaciones de estos productos.

A falta de una base sólida en la observación empírica podemos sugerir que esta impresión surgió en parte en virtud del efecto Mateo (Merton, 1968, 1969). Este efecto alude a la forma que influyen factores tales como la fama que tenga alguno de sus autores en la forma en que se reciba una idea nueva o se acepta para su publicación en alguna revista importante. En otras palabras, como lo expresa el Evangelio de San Mateo en la parábola de los talentos, al que tiene se le dará más. Son muchos los nombres importantes que se han asociado a las diferentes formas de depresión atípica, lo que sin duda ha podido influir en la acogida de estas ideas.

Pero como señalan Paykel et al (1983), estas diferentes formas de depresión atípica se han definido también en gran parte en relación con su supuesta respuesta a los IMAOs. El que la cuestión se centrara en la respuesta a un determinado grupo de fármacos les vino a medida para sus propósitos promocionales a las compañías que comercializaban IMAOs y que se veían expuestas a una reducción del mercado. A su vez, esto ha contribuido a que se produzca lo que podría denominarse un efecto Lucas. Idealmente en la Ciencia la divulgación de las ideas vendría determinada por la calidad intrínseca de tales ideas. Pero hoy día, en todas las ramas de la empresa biomédica las compañías farmacéuticas diseminan grandes cantidades de literatura científica y es probable que la literatura de ese origen constituya una proporción significativa de lo que leen muchos clínicos (De hecho, constituye una proporción significativa de la bibliografía de este artículo). Es razonable suponer que el material que se distribuye será favorable a los intereses de la compañía, de tal manera que muchos conceptos que de otra forma se verían confinados a los rincones más oscuros de las estanterías gozan así de una mayor vigencia. Dicho de otra manera, las compañías farmacéuticas, evidentemente, fabrican fármacos, pero, menos evidentemente, fabrican conceptos sobre enfermedades por el procedimiento de reforzar selectivamente determinados conceptos.

La idea del efecto Lucas la tomamos de la parábola del evangelista médico Lucas acerca del sembrador que iba lanzando su semilla, parte de la cual caía entre piedras, y otra parte caía en terreno fértil pero al crecer era ahogada por la cizaña. Esta parábola termina con una exhortación a los que tengan oídos para que escuchen. Podemos suponer que las compañías farmacéuticas han sabido escuchar con éxito en lo que se refiere a los IMAOs, el flupentixol, y la clomipramina, o, como se describe más adelante, el alprazolam y los bloqueantes del calcio.

En marcado contraste con lo anterior, no se ha promocionado de esta manera para ningún cuadro a un agente radicalmente diferente como es el litio. Podría decirse que esto es así porque no da dinero (Amdisen, 1984; Johnson, 1984). En consecuencia, la terapia con litio ha tardado mucho en establecerse y aún hoy día es el pariente pobre de los demás psicofármacos.

El Alprazolam y el Trastorno de Pánico

El reciente estudio del alprazolam en el trastorno de pánico nos aporta tal vez uno de los mejores ejemplos posibles de un efecto Lucas. Cuando a primeros de los 80 la Upjohn produjo una nueva triazolo-benzodiazepina, se encontraron con el problema de que las benzodiazepinas se estaban haciendo impopulares. Una respuesta a esta situación fue comercializar el nuevo producto como AD. Como demuestra el caso del flupentixol, resulta fácil crearse credenciales antidepresivas en base a una reducción de las puntuaciones en la escala de Hamilton... y así se hizo con el alprazolam (Rickels, Feighner y Smith, 1985)... y con otras benzodiazepina (Tiller et al, 1989). Sin embargo, la compañía dejó pasar esta opción casi con seguridad a causa de la repentina oportunidad que se les presentó con la creación del trastorno de pánico en 1980.

El trastorno de pánico empezó a existir formalmente con la publicación del DSM-III, en el que se le separó controvertidamente de la agorafobia (Klerman et al, 1989). Para mutuo beneficio de quienes defendían la existencia del trastorno y de quienes fabricaban el alprazolam, la separación del trastorno de pánico dio lugar a que en 1983 comenzara un gran estudio multicéntrico frente a placebo sobre el alprazolam en el tratamiento de la agorafobia y el trastorno de pánico (Klerman et al, 1989). En 1988 se publicaron los resultados de este estudio, con la conclusión de que el alprazolam era efectivo tanto en la agorafobia como en el trastorno de pánico. Sin embargo, como han afirmado Marks et al (1989), esta afirmación es engañosa, y se pueden leer los resultados legítimamente como indicativos de que no se encontró que el alprazolam produjera efectos significativos. Asimismo, incluso si se leen los resultados en la manera que proponen los autores del artículo, los efectos fueron mínimos, de breve duración y se podía acusar al producto de que al suspender el tratamiento el estado del paciente empeoraba. Sin embargo, en la forma en que se presentaron los resultados se pasaba por alto estos últimos aspectos y el lector inocente podía quedarse con la idea de que el alprazolam es un tratamiento específico tanto para el trastorno de pánico como para la agorafobia y que el trastorno de pánico es una entidad biológica autónoma. Al margen de la efectividad que pueda tener el alprazolam en el trastorno de pánico, o de la autonomía de este trastorno como entidad clínica, nuestro artículo se centra en la inversión de la Upjohn en el trastorno de pánico, que fue tan grande que a mediados de los 80 se conocía al trastorno de pánico como la Enfermedad de Upjohn.

Hacer Visible lo Invisible - La Serendipia Paradójica

La historia de las variopintas asociaciones entre los IMAOs y toda una gama de síndromes clínicos exóticos, así como la presentación de los NL para la depresión y los IRS para el TOC señala que existe una solución de continuidad entre las bases patogenéticas de los trastornos afectivos y los efectos patoplásticos a que pueden dar lugar, y una solución de continuidad entre la depresión y la ansiedad a que puede dar lugar. Hay también una solución de continuidad entre la base patogenética de la esquizofrenia y las conductas delirantes o neuróticas que puede generar (Healy, 1990b). A través de estas soluciones de continuidad han intentado caminar a toda prisa los investigadores académicos y las compañías farmacéuticas, impulsados por sus respectivas fuerzas de mercado. Y parece que con su marcha sólo han conseguido embarrar más el lodazal clasificatorio de la psicopatología y emborronar las líneas maestras de lo que Nathan Kline (Sandler 1990), Roland Kuhn (1990) y Henri Laborit habían conseguido hacer visible.

Pero de la misma manera que Colón encontró algo insospechado cuando buscaba las Indias, podría proponerse que los cantos de sirena del mercado han producido, o están produciendo una revolución en la percepción de la enfermedad mental. Los primeros trabajos sobre la epidemiología de las enfermedades mentales revelaron que los trastornos afectivos están muy extendidos en la población (Shepherd et al, 1966). Se puede utilizar este dato para sustentar bien la idea de que la mayor parte de los trastornos afectivos son leves y autolimitados, o bien que existen dos formas de la enfermedad: Una que es un problema "psicológico" leve y otra que constituye una enfermedad mental severa que sólo puede corregirse con tratamientos físicos. Aunque esta segunda visión fue posiblemente la conclusión más generalmente extraída por los primeros estudios comunitarios la utilización de los AD por los generalistas ha dado lugar a un nuevo elemento significativo en el debate actual sobre los trastornos mentales en la comunidad (Fahy, 1989).

Donde los primeros estudios contemplaban el grado de depresión y ansiedad en muestras de la comunidad, los estudios más recientes han tenido que dirigirse a la cuestión de quién recibe AD de sus generalistas y qué efectos están teniendo estos productos. La respuesta parece que podría ser que muchos trastornos relativamente leves, que en otras circunstancias podrían haberse tomado por problemas psicológicos (malestar más que enfermedad) responden a los AD (Sireling et al, 1985, Blacker & Clare, 1987). Una posible interpretación de este hecho es que la depresión "biológica" es en su mayor parte una enfermedad leve y que los que terminan siendo hospitalizados por su enfermedad constituyen una minoría no representativa.

Además, podría parecer que hay suficientes indicios de que muchos sujetos con situaciones clínicas muy similares se ponen bien espontáneamente sin AD en periodos de tiempo relativamente breves: en cuestión de semanas (Blacker & Clare, 1987).Si es éste el caso, el programa terapéutico, al menos para los trastornos afectivos, pasaría de estar dominado por la cuestión de cómo hacemos que los depresivos se pongan bien al planteamiento de por qué unos pocos pacientes no se ponen bien espontáneamente. Este es un programa terapéutico mucho más optimista que el que tenían ante sí los psiquiatras a principios de los años 50.

Del mismo modo, la aparición de los NL ha cambiado la percepción de la esquizofrenia, a pesar de que pueda afirmarse que el vaciamiento de los manicomios no dependió de la introducción de estos agentes (Shepherd, 1990) o las pruebas que existen de que los NL no tienen una acción directamente antiesquizofrénica (Healy, 1990a). Así, del mismo modo que las actividades promocionales de las compañías farmacéuticas pueden difuminar a veces las apenas visibles líneas maestras de una psicopatología racional, la comercialización agresiva de los psicofámacos también puede conducir a descubrimientos inesperados, al igual que las cavilaciones de científicos aislados, y de una forma igualmente serendípica.

 

Ciencia, Negocio e Historia

En la introducción se resaltaba que las historias de la era psicofarmacológica se han centrado en los logros de descubridores eminentes y, por lo general, han descuidado otros factores. Este enfoque es típico de los primeros abordajes de la historia de cualquier rama de la Medicina. En general tales abordajes dan paso posteriormente a un mayor interés en la política médica y en la política que rodea a la Medicina (Porter y Porter, 1989). Pero incluso en las ramas más desarrolladas de la Historia de la Medicina parecen escotomizarse la economía o los negocios de la Medicina (Liebenau, 1987; Porter y Porter, 1989). Sin embargo, este enfoque parece necesario, puesto que la Medicina Moderna, a diferencia de la medieval lleva consigo desde 1600 la venta de un número creciente de fármacos junto con la tradicional venta de habilidades médicas. El desarrollo de esta venta ha dado lugar a la industria farmacéutica, a la preocupación por los monstruosos beneficios de este sector y a un aumento en el consumo de medicamentos (Liebenau, 1987; Porter y Porter, 1989), que en su conjunto son temas que caracterizan a la era psicofarmacológica.

Otros ejemplos a añadir a los anteriores pueden indicar la necesidad de que se tenga en cuenta las políticas de las compañías farmacéuticas a la hora de escribir la historia de esta era. Como ya se indicó, en los últimos años se han utilizado extensivamente los bloqueantes del calcio, con aparente ceguera a los posibles cambios mentales que han podido provocar. La actitud actual contraria a la utilización de las observaciones de los clínicos o los pacientes como base para el desarrollo de tratamientos es sin duda una razón que explica esta situación, pero pueden citarse otros factores. Uno de ellos es que las compañías que comercializaban con éxito bloqueantes del calcio tenían un interés real en negar que sus fármacos atravesasen la barrera hematoencefálica. Esta fue al menos la respuesta que se le dio a un colega mío interesado en la cuestión del uso de los bloqueantes del calcio en la diskinesia tardía (Dinam, comunicación personal; Dinam & Capstick, 1989). La idea subyacente parece ser que no se debe arriesgar un determinado mercado abriendo al escrutinio clínico un área que podría conducir lo mismo a un recorte de la comercialización del producto que a una ampliación de sus indicaciones terapéuticas.

Tras la observación de Barrow y Childs de que los bloqueantes del calcio parecían tener un efecto beneficioso en la diskinesia tardía parece haber habido una explosión de interés por posibles nuevas aplicaciones. ¿Quiere esto decir que el sector académico se ha quitado de encima las cadenas que le había colocado el sector financiero? Se puede aportar otra explicación contraria: el desarrollo de la cirugía laser para las coronariopatías, que potencialmente podría reducir sustancialmente el mercado de los bloqueantes del calcio, que en el momento actual tienen en la angina de pecho su principal indicación. ¿Podría ser entonces que el reciente interés clínico por estos productos refleje preocupaciones económicas más que consideraciones de otra índole?

Cuando se escribe una historia hay que intentar explicar por qué ciertas cuestiones no se abordan adecuadamente. Para las mitología convencionales de la ciencia, la idea de que ciertas cuestiones se evitan sistemáticamente es increíble (Healy, 1987): por ejemplo, el uso de AD en la manía y la administración de AD a días alternos en lugar de diariamente. Todos los estudios clínicos realizados hasta la fecha con TC en la manía han indicado que estos fármacos pueden tener una acción antimanía, lo que no dejaría de estar en concordancia con el hecho de que el litio como la TEC son tanto AD como antimaniacos (Healy & Williams, 1989). Sin embargo, ante la suposición popular de que lejos de curar la manía los TC pueden provocarla -que se inexplicablemente mantiene a pesar de la caída de la hipótesis catecolaminérgica original- las compañías farmacéuticas se resisten a financiar un estudio al respecto (observación personal). La principal razón parece ser una cierto nerviosismo acerca del riesgo de perder sus mercados, algo parecido a la idea que justifica que se haya negado que los bloqueantes del calcio traspasaran la barrera hematoencefálica.

Pero hay otros estudios por los que no se muestran entusiasmadas las compañías farmacéuticas. Por ejemplo, no hay pruebas de que los AD actúen al modo de otros psicofármacos, es decir, de manera aguda, o con una duración breve, necesitando así regímenes de prescripción de varias tomas a lo largo del día (Blaumann et al, 1988). Las compañías se están desplazando hacia posologías de una sola toma diaria, o los clínicos parecen estar optando por esta dosificación, independientemente de que lo favorezca así o no la compañía fabricante. Además hay algunos estudios con posologías de AD en días salteados, con resultados aparentemente buenos (Pollock et al, 1989; Montgomery et al 1986). Otro aspecto que habría que resaltar es que a causa de las diferencias entre el metabolismo de la rata y el del humano, las posologías de AD que se administran a las ratas de laboratorio para provocar la sensibilización de los receptores 5-HT o la down-regulación de los receptores beta, o para suprimir las conductas depresivas en modelos animales, producen típicamente en estos animales perfiles pulsátiles en lugar de los regímenes más nivelados de steady state que se persiguen supuestamente en humanos (Baumann et al, 1988). Así pues, hay indicios que apuntan a la posibilidad de que los AD podrían funcionar perfectamente de la misma manera que la TEC: es decir, con una administración cada ciertos días en lugar de varias veces por día.

Estos hallazgos, si llegan a sostenerse, plantearían serios interrogantes acerca del mecanismo de acción de los AD. Pero cara a la investigación de esta hipótesis existe el problema de que las compañías farmacéuticas no estarían muy dispuestas a apoyar este estudio, por la muy buena razón de que los resultados podrían comprometer sus ventas. Esta resistencia podría dar lugar a dos barreras al progreso: problemas para conseguir cápsulas de placebo y problemas para conseguir financiación para el estudio. La consecuencia de esta situación será inevitablemente una falta de investigación en estas áreas, ya que es más fácil investigar en las cuestiones para las cuales se puede conseguir rápidamente financiación, mientras que las investigaciones difíciles de financiar quedan sin realizarse.

Para responder a estas y otras cuestiones, un futuro historiador necesitaría tener acceso a las memorias de las compañías. Una futura historia de la PSF, lejos de ser simplemente una crónica de las percepciones de los científicos acerca de lo que estaban haciendo y por qué lo hacían debería incluir también una crónica de las decisiones que las compañías tomaron sobre marketing e investigación. Libros como el recientemente publicado "Descubrimientos en Psicofarmacología" (Parnham & Bruinvels, 1983) requieren urgentemente un apéndice que recoja el mismo periodo según la perspectiva de la industria farmacéutica. Debe examinarse de alguna manera la posición de las diferentes compañías en torno a aspectos científicos. ¿Se preocupan auténticamente por el progreso o simplemente utilizan el lenguaje de la ciencia para propósitos de marketing? Históricamente, las principales compañías han sido muy diferentes a este respecto (Liebenau, 1987).

Ciencia, Negocios y Política

Hay otro factor que podría desear valorar nuestro futuro historiador. En los comienzos de la era psicofarmacológica la interacción entre la industria y el mundo académico eran relativamente inmediatas. Desde que se sintetizaba el fármaco hasta que se administraba a los pacientes no pasaban más que unos meses. Hoy día este intervalo tiende más bien a durar de 10 a 15 años. A consecuencia de ello, cualquier base "racional" que pudiera haber tras la fabricación del fármaco queda cada vez más expuesta al riesgo de que pueda verse superada por el largo tiempo en que se examina esa racionalidad.

El retraso tiene mucho que ver con las actuaciones de las agencias gubernamentales, cuyos intereses tienen una relación incierta con los del complejo farmacéutico-académico. Estas agencias retrasan el inicio del uso clínico de un fármaco incrementando la vigilancia previa a su comercialización y afectan a su distribución a través de la vigilancia post comercialización, que se lleva a cabo en parte por medio de esquemas nacionales que se introdujeron en los años 60 para la comunicación de reacciones adversas de los fármacos.

Para apreciar cómo han alterado estos factores al entorno psicofarmacológico considérese estas últimas instancias. Para el tratamiento de la depresión se introdujeron en los años 70 agentes como la nomifensina y la mianserina, y en los 80 los ISRS zimelidina, fluvoxamina y fluoxetina. A consecuencia de los esquemas para la comunicación de efectos adversos de los fármacos, los últimos 5 años han contemplado cómo por vez primera se retiraban psicofármacos del mercado. Esto ha afectado de forma casi exclusiva a los agentes más recientes, y las bajas más notorias han sido la de la zimelidina y la nomifensina, aunque últimamente ha estado amenazada también la mianserina.

La base para su retirada ha sido la aparición de efectos adversos fatales comunicados al Comité de Seguridad de los Medicamentos (CSM). A partir de los datos sobre estos productos, publicados recientemente, parece que había pruebas considerables de efectos tóxicos de la zimelidina, pero que los efectos tóxicos de la nomifensina eran mucho menos marcados, y no eran inhabituales en los demás AD (por ejemplo, la nomifensina era comparable al respecto a la clomipramina) (Ver Pinder, 1988; Beaumont, 1989). Sin embargo, las cifras del CSM son ambiguas por cuanto los AD más antiguos se introdujeron en el mercado antes de que la comunicación de efectos secundarios recibiera la atención que se le presta en la actualidad (Girard & Biscos-Garreau, 1989). Otro problema con los AD hay más posibilidades de que los agentes más recientes se prescriban a poblaciones con un riesgo especial de reacciones adversas, como pueden ser los pacientes con depresiones resistentes, los viejos, los enfermos somáticos y los que ya han recibido otros fármacos (Pinder, 1988).

Los casos de la lofepramina y la mianserina ilustran los efectos del funcionamiento actual del CSM. La lofepramina parece ser el TC más seguro en caso de sobredosis. Sin embargo, en los últimos tiempos el CSM ha llamado la atención de los prescriptores sobre la propensión de los TC a causar elevaciones de los enzimas hepáticos, de una manera que parecía referirse especialmente a la lofepramina (CSM update, 23, 1988). Y esto a pesar de que la toxicidad hepática era un rasgo notable cuando se empezó a utilizar los TC, observándose elevaciones de la SGOT hasta en el 10% de los pacientes que tomaban amitriptilina (Holmberg & Janssen, 1962; Klerman & Cole, 1965; Davies, 1981; Dukes, 1985).

Lo mismo puede aplicarse al caso de la mianserina, un agente que ha pasado de ser uno de los más prescritos a ser recetado con menor frecuencia en la actualidad, en parte a causa de la preocupación que han suscitado las comunicaciones de casos de agranulocitosis con su empleo. Sin embargo, en una revisión reciente sobre leucopenia y utilización de AD, Moller, Meier y Wernicke (1988) encontraron que el riesgo de leucopenia de la amitriptilina no es inferior al de la mianserina. A su vez, Girard y Biscos-Garreau (1989) en una revisión a partir de datos de estudios clínicos, concluían que no hay datos que apoyen que la mianserina tenga una mayor toxicidad hematológica que los TC más antiguos. Tanto la lofepramina como la mianserina están sufriendo el sesgo que por su momento de implantación tiene el CSM contra los agentes más recientes. Incluso podría sugerirse que ni la imipramina ni la amitriptilina obtendrían el permiso de comercialización hoy en día. Dados los controles de toxicidad que han de superar los AD más recientes antes de su lanzamiento, no es de extrañar que al menos sean tan seguros como los agentes más antiguos, que no tuvieron que pasar por un proceso de vigilancia tan estricto.

Sin embargo, la población de sujetos deprimidos que representan el mayor riesgo de efectos secundarios fatales son los que tienen ideación suicida o toman sobredosis. En el momento actual el 15% de las muertes por envenenamiento tienen que ver con los AD (Office of Population Censuses and Surveys: OPCS, 1977-86). De hecho la sobredosis de AD constituye la ingesta con riesgo vital más frecuente en todo el mundo (Pinder, 1988), y parece que aumentará con la negra nube que se cierne sobre la prescripción de benzodiazepinas para la ansiedad y la presentación por parte de algunas compañías de los TC para el tratamiento de la ansiedad.

En esta particular población de riesgo, el mayor riesgo de reacciones adversas fatales no lo representan los agentes más recientes, sino los TC antiguos. Si sumamos las reacciones adversas fatales que tienen lugar durante el tratamiento a las muertes por sobreingesta, agentes como la nomifensina, la mianserina y la lofepramina parecen bastante más seguros que los antiguos TC (Pinder, 1988). Es decir, si todos los AD se prescribieran por igual, morirían menos personas a causa de la nomifensina y la mianserina que por la imipramina o la dotiepina. Sobre esta base podríamos preguntarnos cuáles son los agentes que habría que retirar.

Se nos puede responder que es difícil tener en cuenta el suicidio en este tipo de cálculos. [Al margen de las muertes por sobredosis los AD no deberían ser fármacos con riesgo de muerte para los pacientes en el uso clínico rutinario]. Sin embargo, no está claro si es éste el criterio del CSM o la base real sobre la que se retiran del mercado los fármacos. Hay otros tres factores que podrían estar influyendo en el estado actual de la cuestión. Uno es el coste de los fármacos nuevos, que puede ser hasta 25 veces superior al de los antiguos. Por lo tanto, en términos de gasto para el tesoro público, tenemos ya una buena razón por la que la prescripción de AD debería limitarse a los agentes más antiguos como la desimipramina, la amitriptilina y la imipramina. Otra razón puede ser la creencia de que se permite a las compañías farmacéuticas que ganen demasiado dinero, creencia ésta que se ha mantenido durante más de un siglo (Liebenau, 1987; Porter & Porter, 1989), aunque recientemente se han aportado indicios que ponen esta suposición en tela de juicio (Cantopher, Edwards y Olivieri, 1988). Otra razón puede ser que sea necesario que parezca que se responde a las presiones de los usuarios. En el pasado, presiones políticas de esta naturaleza trajeron consigo la ilegalización de la TEC en algunos estados de los EEUU, por lo que las respuestas a estas presiones precisan una consideración cuidadosa.

Sin embargo, también puede resaltarse que históricamente parece haber existido siempre un trasvase de personal entre las instituciones reguladoras y la industria farmacéutica, y que la introducción de reglamentos, aunque no haya sido propiciada activamente por las compañías farmacéuticas, siempre han favorecido sus intereses, aunque en su momento esto no haya podido apreciarse claramente (Liebenau, 1987). ¿Sigue siendo esto así? Será necesario que se examinen estos aspectos si queremos que la historia de la era psicofarmacológica abarque todos sus aspectos.

También será necesario un estudio del impacto de las instituciones reguladoras de los medicamentos. Por ejemplo, el abordaje actual, que está restringiendo progresivamente los agentes disponibles para el tratamiento de la enfermedad mental, terminará por "reserpinizar" los datos para el trabajo de laboratorio y los estudios fenomenológicos y clínicos sobre los psicofármacos y las enfermedades mentales que éstos tratan. Como se ha señalado, los nuevos ISRS se sintetizaron porque parecía que podrían diferir fenomenológicamente de la desimipramina y la nortriptilina (Carlsson, 1982). Aunque parece claro que estos agentes son AD en el sentido de que reducen las puntuaciones de la escala de Hamilton no han quedado claras aún sus diferencias fenomenológicas con los TC. Si el CSM sigue actuando como hasta la fecha, puede que no nos dé tiempo a descubrirlas.

Ciencia, Negocio y cultura

"Algo serio falla en un campo de la enfermedad mental que no atiende de cerca y en sentido amplio a las experiencias subjetivas de los pacientes... Y gran parte de la situación contemporánea en las disciplinas que se dedican a la salud mental refleja este descuido. Guiados por diversos modelos teoréticos y el empeño de ser científicos en un sentido estrecho, los clínicos descuidan muchos aspectos de lo que les dicen sus pacientes, las implicaciones que esto tiene en la comprensión de la enfermedad y los procesos de curación y la necesidad de desarrollar métodos mejores para el estudio de las experiencias subjetivas..." (Strauss y Estroff, 1989).

Uno de las cuestiones invariablemente presentes en los ejemplos que hemos venido relatando es que no se tienen en cuenta los efectos subjetivos de la ingesta de fármacos, a las que no se da la debida importancia que tendrían como un medio para descubrir nuevos psicofármacos, ya que no se pregunta metodológicamente por la impresiones subjetivas. Cuando el paciente las refiere hay una alta posibilidad de que se las rechace por ser "neuróticas". Más arriba he argumentado que la buena observación clínica tiene una hoja de servicios mejor que los actuales programas de desarrollo de drogas en lo que se refiere al descubrimiento de nuevos fármacos.

¿Pero es que la buena observación clínica es sólo patrimonio de personas como Roland Kuhn, Jean Delay o Nathan Kline? En el momento actual parece como si supusiéramos que el padecer una enfermedad mental impidiera al paciente observarla empíricamente (Healy, 1990b). No hay pruebas en favor de esta suposición. De hecho, se acepta que los toxicómanos pueden ser muy finos a la hora de discernir los efectos de muchas medicaciones, ya que parecen capaces de distinguir unos fármacos de otros, así como las diferentes fases de los efectos de cada agente, como la cocaína, y estas diferentes fases pueden ser independientemente manipuladas (Scherer, 1988).

Existe, además, un brillante trabajo de Philip May y colegas que muestra que los mejores efectos clínicos se consiguen dosificando los neurolépticos a la medida de las respuestas subjetivas de los pacientes (May, Van Putten y Yale, 1976). Podríamos preguntarnos también acerca de nuestro interés por ignorar las afirmaciones tan frecuentes de los pacientes de que determinados regímenes de NL no les están resultando de ayuda (Healy, 1990b).

Si prestáramos atención a los efectos subjetivos podríamos tal vez llegar a saber si el flupentixol es un AD o un NL, y podríamos clarificar el papel de la clomipramina en el TOC. Asimismo, puede afirmarse que si prestamos atención a lo que nos dicen los pacientes acerca de los efectos subjetivos de los NL nos encontraremos con la prueba más concluyente contra la teoría dopaminérgica de la esquizofrenia (Healy, 1989, 1990a). Resumiendo, los NL producen un efecto ataráctico (una indiferencia) en todo sujeto que los tome, ya sea control o padezca una esquizofrenia, al de unas horas de la administración, siempre y cuando la dosis utilizada llegue a bloquear el 60-80% de sus receptores D2. Este efecto es paralelo en el tiempo a la duración del bloqueo. Si este efecto de los NL viene dado por el bloqueo de los receptores D2, su aparición tanto en esquizofrénicos como en controles apuntaría a un funcionamiento correcto del sistema dopaminérgico en la esquizofrenia.

Del mismo modo, si se llegan a bloquear el 85% o más de los receptores, se consigue un rápido control conductual en la forma de la experiencia de una camisa de fuerza interna, que pueden llegar a experimentar los pacientes con trastornos de la personalidad, los pacientes maniacos, los pacientes esquizofrénicos y los voluntarios sanos. Esto es algo que han sabido siempre las compañías farmacéuticas, por lo que han llenado sus anuncios de NL con imágenes de situaciones de agresividad controlables rápidamente por el producto. Este hecho apunta también a un funcionamiento correcto del sistema dopaminérgico en los pacientes esquizofrénicos. Sin embargo, a las compañías farmacéuticas les ha venido bien apoyar la idea de la disfunción dopaminérgica en la esquizofrenia, ya que si el paciente no consigue mejorar el remedio, lógicamente, será aumentar la dosis. La hipótesis ha venido bien también a casi todo el mundo, ya que si la dosis de clorpromazina se limitara a 400 mg/d o la de haloperidol a 30 mg/d (las cantidades precisas para bloquear el 80% de los receptores D2) los hospitales psiquiátricos serían ingobernables y la enfermedad mental algo más que una cuestión de presión política.

Tal vez simbolice adecuadamente la situación actual el cambio desde el término Pharmacopsicología, acuñado por Kraeppelin, al moderno PSF. El primero sugiere la exploración de la mente por medio de los fármacos, mientras que el segundo conjura nuestras preocupaciones por los niveles séricos de fármacos y el número de receptores, quedando la psique en un segundo plano y extrayendo su importancia en virtud de la complejidad cuantitativa que representa en comparación con órganos como el corazón, y no por los problemas cualitativamente diferentes que se plantean en esta rama de la Farmacología.

Hay razones históricas para el descuido de las impresiones subjetivas (Healy, 1990b), que, sin embargo, no es ni inevitable ni necesario. El periodo actual surgió con la desaparición de la introspección a finales del XIX y el auge del conductismo a comienzos del XX. Sin embargo, hay indicios de que con el desarrollo de la neuropsicología y la Psicología Cognitiva está reapareciendo un interés por las experiencias subjetivas derivadas del funcionamiento neuropsicológico alterado (Ver Strauss y Estross, 1989).

Otro factor cultural significativo a este respecto se relaciona con las concepciones culturales sobre el papel de la Medicina. En el momento actual, la percepción pública de la actividad médica concede un gran mérito a las espectaculares mejoras que se han alcanzado en los dos últimos siglos gracias a la intervención de la medicina y a la creciente complejidad de la biotecnología médica (McKeown, 1979). Sin embargo, esto no es así, ya que aunque los progresos de la Medicina han sido importantes, parece que los factores económicos y sociales han tenido una influencia mucho mayor en la mejoría de la salud, y parece que seguirá siendo así en un futuro próximo (McKeown, 1979). De esta manera, se ha descuidado el papel de los aspectos sociales y conductuales en el origen de las enfermedades y también en su tratamiento.

Tal vez estos antecedentes de sobrevaloración de las contribuciones biotecnológicas a los problemas de salud tiene otros efectos menores, como por ejemplo, que el que la clomipramina y otras drogas alcancen un intervalo de confianza del 0.05 se considere "significativo". La forma en que estos hallazgos se presenta en las revistas académicas e incluso el lenguaje utilizado oscurece la pregunta más amplia de si estos resultados son verdaderamente significativos. El término significativo se emplea incorrectamente en la práctica habitual y en muchos casos debería sustituirse por la referencia a intervalos de confianza (Gardner & Altman, 1986). Resulta demasiado fácil producir efectos acerca de cuya replicabilidad podemos hablar en términos de intervalos de confianza, pero ¿dominarían estos efectos la práctica clínica si ofrecen escaso beneficio tangible a los pacientes? (Marks et al, 1988, 1989; O'Sullivan & Marks, 1990). En la práctica, hoy día la respuesta parece ser que si estos efectos se consiguen mediante métodos biotécnicos más que a través de esfuerzos por modificar las conductas individuales, el peso de las creencias culturales actuales acerca de la Medicina facilitará que se extiendan y promulguen y que se tenga la impresión de que tales efectos son "significativos" (Marks, 1989).

CONSIDERACIONES FINALES

Este artículo pretende señalar que aunque los científicos pueden realizar descubrimientos, existen fuerzas económicas y culturales más amplias que influyen en que lleguen a hacerse descubrimientos significativos en Psiquiatría o el Neurociencias. En estos momentos está restringido el acceso a las fuentes que podrían revelar la influencia de tales fuerzas. Por lo tanto, tenemos que preguntarnos si podrá escribirse una historia (y no una mitología) de la era psicofarmacológica. El único trabajo en este campo que se acerca a lo que podría ser una historia es el estudio de Josephine Swazey (1974) sobre la clorpromazina, en el que se sopesan las contribuciones de los individuos, la comunidad académica, la industria farmacéutica, las agencias estatales y el zeitgeist. Tal vez necesitemos más trabajos sobre fármacos concretos y no sobre científicos concretos.

De forma más general, allá donde se encuentren los factores económicos, su actuación puede describirse en términos de un efecto Lucas, y habrá que determinar qué semillas científicas caerán en terreno baldío, cuales serán ahogadas en su crecimiento por la cizaña y cuales crecerán en todo su esplendor y darán su fruto. La base comercial de la industria psicofarmacológica ha ayudado casi con toda seguridad a que el terreno esté preparado para semillas científicas seleccionadas. Habrá que preguntarse si con este procedimiento no se fomenta también el crecimiento de malas hierbas, y para responder a esta cuestión contamos ya con una cierta perspectiva histórica.

Al margen de estos aspectos trascendentales de la Sociología de la Ciencia, ¿podemos extraer algunas humildes conclusiones acerca de la era de la PSF? En este momento, hay dos que podemos aceptar. La primera es que hasta la la fecha no ha sucedido nada importante en lo que se refiere al desarrollo de drogas psicotrópicas (legales) nuevas desde los años 50. En particular, estamos aún a la espera de que aparezca un verdadero agente antiesquizofrénico, y no tenemos ni idea de por qué los AD de que disponemos parecen tan limitados en su efectividad. Se podría sugerir que sería útil que la moda actual de los criterios operativos se ampliara hasta cubrir los AD y los NL, pero parece que no sería empeño fácil (Shepherd, 1990). Tal vez en parte porque unos criterios que restringieran el uso del término AD, por ejemplo, a los compuestos cuyos efectos se parecieran mucho a los de la imipramina sería contraproducente para el negocio psicofarmacológico. Cualquiera que sea la razón, la proliferación actual de instrumentos de investigación y metodologías cada vez más sofisticadas parece que sirve únicamente para que los investigadores puedan afirmar con más facilidad todo lo que quieran. Parafraseando un viejo dicho, parece que hay fraude, un enorme fraude, y hay metodología de investigación.

En segundo lugar, los cambios más sustanciales acaecidos en los últimos años parecen estar confinados al campo de las actitudes hacia la enfermedad mental, un cambio al que han contribuido las compañías farmacéuticas, pero, paradójicamente, ¡no porque los agentes psicofarmacológicos sean muy eficaces!


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